jueves, 10 de marzo de 2011

La belleza de lo imposible

El amor platónico es de las pocas cosas que no me han decepcionado en la vida. En ocasiones me ha decepcionado la amistad, el amor correspondido, la universidad, el trabajo... muchas cosas, unas pequeñas como hormigas, otras enormes como la ballena Moby Dick, pero todas ellas, fueran grandes o pequeñas, las enfrenté confiado y animoso, hasta con fe, diría yo, como los niños -las larvas de homo sapiens sapiens-, cuando descubren un nuevo juego. Luego resulta que todo tiene dobleces, arrugas, rotos y descosidos. Algunos de estos tejidos, los más valiosos, te sorprenden con un pinchazo cuando ya te están cubriendo el cuerpo, porque resulta que, para lograr un aspecto impecable en el expositor, la prenda estaba plegada sobre sí misma y sujeta con alfileres, como las camisas, y uno, con la inocencia de las larvas de nuestra especie, se la calza sobre el torso como si tal cosa, sin pensar en nada más: esa camisa me gusta y me la pongo. Y ya.

Pero el amor platónico, ¡ay, el amor platónico!, eso si que es perfecto, como una esfera perfecta que no deja de ser una esfera perfecta ni ampliándola un millón de veces con un microscopio, sin mostrar en la ampliación ni un sólo ángulo, ni un sólo bultito, ni una sóla línea recta, toda su superficie está maravillosamente curvada. Jamás la superficie de una esfera perfecta te conducirá a ningún lugar concreto, y te tendrá dando vueltas y vueltas y más vueltas en torno a su centro. Así es el amor platónico. Conoces a alguien que te gusta por un conjunto muy concreto y específico de cualidades que, sueltas, no te dirían gran cosa: te gusta su voz, la altura de su sonido, su textura, su timbre, con ella no habla, con ella interpreta música; te gusta su cara, con esa nariz tan bien puesta y proporcionada, tan funcional, con esos ojos encerrados en unos párpados cuyos bordes están tan bien perfilados que parecen una herida quirúrgica y son tan negros que parecen la superficie laqueada de un piano, una cara así no está hecha por la naturaleza, es un boceto extraviado del taller de un dios; te gusta su pelo, de finísimas hebras que nunca te cansarías de contar, una y otra vez: ciento cuarenta y siete mil cuatrocientos veintitrés, ciento cuarenta y siete mil cuatrocientos veinticuatro... ¡qué adorable contabilidad!; te gustan las cosas que dice, hablando de Fulano o de Zutano, de no sé qué película o de no sé qué libro, te gusta hasta cuando habla de fútbol, con lo que me aburre a mí el fútbol... en fin, unas cuantas cosas que, sueltas, ya digo, no te llamarían la atención, pero te gusta, y mucho, lo que entra dentro de ti a través de los sentidos para acumularse en un montón que no puedes dejar de observar mientras le das vueltas y vueltas y más vueltas. 

En eso consiste la mecánica del amor platónico: en tenerte en perpetuo movimiento mental sobre una única idea: Ella. Pero no ella, individuo concreto, con nombre y apellidos, domicilio, número de DNI y de Seguridad Social, no, qué va, se trata de la idea de Ella, un idea nacida de las tres o cuatro cosas que conoces -su voz, su cara, su pelo, las cosas que dice- y que has ido esculpiendo y tallando para adornarla con cualidades que, posiblemente, la ella-verdadera no tiene. Y aquí es dónde reside la clave de todo este asunto: te has enamorado de un artefacto de tu imaginación y, cuando intentas conquistar a la ella-verdadera, resulta que no te quiere, ni como amigo te quiere, pero es que no te quiere ni como amigo del Facebook, que en la jerarquía de la intimidad es la cosa más baja que existe. Y por esto mismo, los enamorados platónicos no deberían estar tristes, porque nada hay más bello y perfecto que el amor que sienten por esa escultura cincelada por sus mentes. Jamás les decepcionará, puesto que nunca tendrán la oportunidad de comparar su creación ideal con el objeto real en el que se inspiró, y siempre vivirá perfecta en el abismo de sus conciencias, intocable, pura, inmaculada e inmune al desencanto de la ilusión derrotada por la realidad.

martes, 1 de marzo de 2011

Distopia sexual

¿Qué ocurriría si el sexo en lugar de ser placentero fuese un roce doloroso, una explosión de disgusto, una luxación genital, algo así como un parto absurdamente prematuro? Ya no nos buscaríamos, uno a uno y los unos a los otros, para crecer y multiplicarnos, para perpetuarnos. Como especie no podríamos permitirnos algo así, pues nos extinguiríamos, y no es que la extinción propia, que es la muerte, vaya a concentrar a toda la humanidad en un sólo movimiento colectivo para evitarlo, es que la muerte de todos los demás supondría el fin de las comodidades, el ocaso del confort, y hasta ahí podíamos llegar, eso si que no, pero es que de ninguna de las maneras, ¿quién tejería mis ropas? ¿quién criaría el ganado, quién lo sacrificaría, quién lo trocearía y quién lo pondría en el mercado a tiro de dinero? ¿y quién construiría el alcantarillado y la red eléctrica? ¿quién haría mi casa, mi automóvil, mis trastos de afeitar? ¿quién extraería los materiales primarios y quién los procesaría? ¿quién, quién, quién? No sé cómo ni de qué manera, pero estoy seguro de que se formarían estructuras colectivas convenientemente jerarquizadas para forzar el encuentro entre dos individuos, entre un macho y una hembra, para fecundar un óvulo, por doloroso que fuese para los elegidos. Sería como la liturgia de un sacrificio a Moloch, el dios fenicio: los jóvenes escogidos, en edad núbil, ofrecerían su dolor al dios-humanidad, a cambio, el dios-humanidad no detendría la producción del confort.

domingo, 20 de febrero de 2011

Así da gusto huir

Dice la Biblia que a Jacob se le hizo tarde mientras huía de la venganza de su hermano Esaú, en dirección a Jarán, para refugiarse en casa de su tío y futuro suegro, Labán, y que, cogiendo una piedra a modo de almohada, se puso a dormir para pasar la noche. Nada parecía favorecer la llegada de un dulce y reparador sueño, ya que dormir al raso con la cabeza apoyada en una dura piedra, el cuerpo extendido en el frío y áspero suelo y la mente agobiada por la mortal amenaza de un hermano que te detesta, no parece el mejor de los somníferos. Sin embargo, Jacob tuvo un sueño la mar de reconfortante. Soñó Jacob con una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con su extremo en los cielos. Por esta escala subían y bajaban los ángeles, como suben y bajan los operarios de mantenimiento de las cloacas. En la parte más alta de esta escala, se encontraba el pocero jefe, Yavé, que le dijo al soñador algo parecido a esto: "Mira, Jacob, querido, tú no te preocupes, que si eso ya te doy yo la tierra sobre la que estás durmiendo para que te puedas asentar, crecer y multiplicarte hacia los cuatro puntos cardinales."

Este viernes me sucedió algo parecido a lo que vivió Jacob en su huida hacia Jarán. Yo también me encontraba huyendo de un hermano que me odia: una sesión de hemodiálisis de doscientos diez minutos de duración que terminó a las nueve de la noche. Mi querido hermano, como de costumbre, me dejó hecho mistos, con el cuerpo agotado y la mente dispersa, sin más apetencia que dejarme caer sobre un buen sofá y dejar pasar el resto de la noche para, ya recuperado, continuar de nuevo a la mañana siguiente con mi huida hacia delante, es decir, con mi vida. Sin embargo, ya había quedado hace unos días en ver una obra de teatro que se iba a representar, precisamente, una hora después de finalizada la venganza de mi simpático hermano en un local del madrileño barrio de Lavapiés llamado "La escalera de Jacob". Nada parecía favorecer, por tanto, la llegada de una buena noche, pero, por mi experiencia, ya sabía yo que una buena compañía puede hacer que valga la pena lo que, de otro modo, sería una velada de las que no te apetece recordar pasado un tiempo, y la compañía -dos ángeles de pelo negro y blanca sonrisa y dos demonios sabios en las artes de la juerga y el cachondeo-, era inmejorable.

Asi fue que, como en un sueño, me encontré en "La escalera de Jacob", elevándome desde las cloacas del abatimiento hacia el cielo de la diversión y el compañerismo, viendo una obra graciosísima, "Mendigando amor", junto a cuatro seres que me volvieron a recordar que no importa lo inhumanas y tenaces que sean las venganzas de las que huimos, ni lo dura que sea la piedra sobre la que se apoya nuestra cabeza o lo frío y áspero que sea el suelo donde descansa nuestro agotado cuerpo, pues siempre se acaba soñando con escaleras que llevan al cielo cuando, en medio de la huida, te encuentras con gente alegre y luminosa.

jueves, 17 de febrero de 2011

La película más violenta que existe

¿"La matanza de Texas"? ¿"La naranja mecánica"? ¿"Ichi the Killer"? ¿"Reservoir dogs"? ¿"Holocausto canibal"? Eso no son películas violentas. Si las comparamos con "Secretos de un matrimonio", de ingmar Bergman, son los "Teletubbies". Qué digo los "Teletubbies", son los "Teletubbies" que ven los teletubbies cuando fichan después de rodar cada capítulo y llegan a sus absurdas casas de colores para encender la tvtubbie y se sientan a la mesa para cenar su asquerosa tubbipapilla rosada con tubbitostadas.

Pongámonos en situación: somos dos matrimonios pasando la noche en casa de una de las dos parejas. La cosa empieza bien, la cena es deliciosa y la conversación agradable. Sin embargo, uno de los dos matrimonios está en plena crisis, o mejor dicho, en pleno crack, lo que acaba manifestándose de un modo tal que aquello parece una corrida de toros. Así, el primer tercio, el de varas, comienza con pequeñas puyitas que se confunden con bromas mordaces, algunas tienen hasta gracia y todo, otras, en cambio, son hirientes tanto para los consortes en reseción como para el respetable -el otro matrimonio-. Casi sin darnos cuenta, entre copa y copa, llegamos a los postres, donde se abre el segundo tercio, el de banderillas. Aquí los cónyuges se adornan colocando unas palabras-arpón que avivan sus respectivos ingenios para la ofensa hasta el límite de su creatividad y mala leche. El matrimonio anfitrión, que es la autoridad de los festejos, trata de interrumpir la lidia conduciendo a los matadores al salón para tomar el café. Lejos de conseguir calmar el ímpetu torero de los esposos, los anfitriones cambian, sin querer, al tercer tercio, el de matar. Allí, en la arena del salón, frente a una mesita desbordada por un juego de café y unas copas de licor, marido y mujer muestran su maestría con la muleta, y entre naturales: <<August Strindberg dijo una vez -cita el marido mientras mira con aire indiferente la copa que sostiene con la mano izquierda-: "no creo que pueda haber algo más horrible que un marido y una esposa que se odien entre sí">>, y derechazos: <<Escúchame bien, Peter -le dice la esposa a su marido con la voz cargada de odio-, estoy tan harta de ti, me das tanto asco, quiero decir físicamente, que sería capaz de pagar a cualquier hombre sólo por librarme de tu contacto>>, el matrimonio es anulado y espera, con las patas delanteras bien cuadradas, la estocada que seccione su aorta... ¡y esto sólo son los primeros veinte minutos de una película que dura ciento sesenta y ocho!

Nada hay más violento en el universo material que la explosión de una estrella, y nada más violento en el universo de las emociones que la explosión de un matrimonio. Si, además, escenificamos la detonación con una liturgia similar a la del espectáculo más violento que se puede ver en el mundo civilizado, obtenemos la película más violenta que existe: "Secretos de un matrimonio".


miércoles, 16 de febrero de 2011

Saló o cómo sacrificarse en el altar del cine

"Saló o los 120 días de Sodoma" es una película irritante, insultante, degradante, avergonzante, abracadabrante, fulminante, maleante, mareante, nigromante, tunante, agraviante, alarmante, asfixiante, cargante, cortante, espeluznante, delirante, extravagante, desafiante, escalofriante, horripilante, exorbitante, flagrante, repugnante, indignante, infamante, inquietante y lacerante. Todo eso es cierto, pero también es cierto que se trata de una película brillante, denunciante, beligerante, fascinante, impresionante, tajante y, sobre todas las cosas, "Saló o los 120 días de Sodoma" es una película, repito: una película, simple y llanamente, nada más -y nada menos, vaya-, tan sólo una película. Un artificio elaborado por seres humanos -como tú y como yo- para contar historias, unas veces sin mayores pretensiones que las de matar el tiempo, un tiempo que los espectadores no siempre saben dónde meter ni qué hacer con él, y otras veces para desarrollar una preocupación intelectual, una inquietud del alma, que sirva para apartarnos ese objeto de salientes cortantes e irregulares que, como la china dentro de un zapato, oprime nuestra conciencia hasta la molestia, incluso hasta el dolor, ese objeto incierto, ese no sé qué que qué sé yo que alimenta a algunos artistas y los mantiene vigorosos, creativos, estimulados y estimulantes.

Muchas palabras se pueden decir acerca de una película y de sus creadores, muchas, algunas pueden resultar halagadoras y suaves, puro deleite para la vanidad de sus perpetradores, otras, en cambio, pueden ser desdeñosas y ásperas, un duro castigo dirigido contra el prestigio artístico del cineasta. Pues bien, Pier Paolo Pasolini, el artista italiano que en 1975 estrenó "Saló o los 120 días de Sodoma", fue objeto de amenazas y presiones de toda índole a consecuencia de esta película, hasta que el día 2 de noviembre de 1975 murió asesinado en misteriosas circunstancias. Para esto no hay palabras.


sábado, 12 de febrero de 2011

La "justicia" de los cerdos

Cuando era adolescente, hacíamos prácticas de biología en el laboratorio del instituto de bachillerato en el que yo estudiaba. Recuerdo que una de las prácticas consistía en diseccionar las vísceras de un cerdo, especialmente su corazón y sus pulmones, mientras la profesora nos iba explicando en qué consistía aquello que veíamos, cortábamos y separábamos con el bisturí. Aprendí mucho, es cierto, pero, sobre todo, gracias a esas maniobras quirúrgicas, supe que los tejidos orgánicos y su manipulación no eran lo mío. No es que me diera asco la viscosidad del músculo cardíaco o la gelatinosa textura de los pulmones, tampoco me afectaron los ruidos húmedos y pegajosos que producían aquellos restos con el roce de su propia fricción. Lo que me terminó de decidir fue el olor de la sangre, penetrante y dulzón, como de perfume barato, pero mucho más desagradable, un olor que nuestro sistema reconoce como algo dañino, algo de lo que hay que mantenerse alejado. Percibir las manos pegajosas por el plasma y hediondas por la sangre de cerdo resultó ser una de las peores experiencias que mis sentidos recuerdan haber vivido.

Años después, muchos años después, leyendo una famosa revista, me topé con esta imagen:



Es Aisha Bibi, una chica afgana que huyó de la casa de su marido, un maltratador de mierda, para volver con su familia. Los talibanes, los cerdos, llegaron un día a la casa familiar reclamando "justicia". La "justicia" de los cerdos exigía el siguiente procedimiento: mientras el cuñado de Aisha la mantenía bien agarrada, su marido le cortaría la nariz y las orejas.

No sé muy bien como escribir esto, la quemazón que me nace en la boca del estómago y se extiende por el resto de mi cuerpo al ver la fotografía de la joven Aisha, pero deseo con todo mi ser no encontrarme con ningún talibán por mi camino, que no me lo encuentre a tiro de zarpa, porque la sola idea de volver a sentir mis manos manchadas por la hedionda sangre de otro cerdo me revuelve las tripas.

viernes, 11 de febrero de 2011

Hacerse viejo significa acumular fantasmas

Tengo más años de los que me atrevo a confesar, es decir, treinta y seis, y todavía no he escrito un libro, ni he tenido un hijo, ni siquiera he plantado un árbol. Cuando yo muera, moriré por completo, sin dejar una estela tras de mí en forma de novela o ensayo, de cría de homo sapiens sapiens o de roble, aunque un sauce llorón sería más apropiado, ¿por qué?, porque sí, porque hoy me apetece hacer algo que la bellísima Mónica Adriana -la Sophia Loren colombiana- me enseñó a odiar hace más de diez años: hoy me apetece autocompadecerme, darme mucha lástima a mí mismo. Mañana, cuando vuelva a la senda que me enseñó Mónica Loren, me odiaré por lo que estoy haciendo ahora, pero es que, ¡ay!, hoy no es mañana,  hoy me doy mucha pena, qué queréis que os diga.

Hace cuatro meses me dejó mi novia, o yo la dejé a ella. Bueno, no sé quién dejó a quién, pero el caso es que ya no andamos pegados, ni de pie ni tumbados, nada. Después de casi nueve años juntos, o algo parecido, su ausencia se nota mucho, no es como cuando sales de casa y se te han olvidado las llaves, de una ausencia así sólo te enteras cuando, al volver, las necesitas para abrir la puerta. Para nada, esta ausencia es distinta, es más bien como si me faltara un pulmón, siento el pecho vacío y todo me cuesta el doble: subir escaleras, leer un libro, echarme unas risas o echarme una siesta, clickar el ratón, esperar el autobús, rascarme el cogote, comprar el pan -el panadero ya no sabe si darme el pan o darme el pésame, de tanto que me ve suspirar-. Pasear por el Retiro no es lo mismo sin ella, me noto que ando más deprisa y disfruto menos de lo que me rodea, si yo creo que hasta los mercaderes negros de hachís me rehuyen, no les vaya a contagiar la melancolía. En fin, ya digo, todo me cuesta el doble, vaya. ¿Todo? No, todo no. Lloro con una facilidad pasmosa, gimoteo con las películas tristes como si fuese una chiquilla, ver "Los puentes de Madison" es un sinvivir. <<¿Pero qué haces, loca? -le grito a Meryl Streep-, ¿no te das cuenta de que estás dejando marchar al hombre de tu vida?>>. Y venga llorar, ahí, sin kleenex ni nada, a lo bravo, como sólo lloran los muy hombres cuando ven "Los puentes de Madison".

De salud, mal, gracias, y de dinero, bien, pero no porque tenga mucho, sino porque necesito poco, triste consuelo. Vamos, que me doy mucha pena, qué queréis, ¡ay!, qué pena me doy. El otro día me sorprendí jugando sólo al ajedrez, pero no jugando yo sólo contra la computadora, ¡no!, yo sólo, frente a un tablero de madera Staunton de 45x45 centímetros, que me regaló mi ex, y unas piezas Staunton nº 5, también regaladas por mi ex. Ahí estaba yo, dándome jaques con las piezas obsequiadas por ella, uno detrás de otro, venga jaques, y nada, no pude ganarme ni jugando sólo. O puede que no estuviese jugando sólo, puede que Rebeca jugara conmigo -Rebeca, qué bien suena esa palabra-, pero no ella exactamente -ella no sabía jugar-, su fantasma -su fantasma tiene un buen repertorio de aperturas, por cierto-. Ahora que lo pienso, el fantasma de Rebeca también va conmigo al cine y al teatro, y charlamos cuando estoy sólo, en un diálogo interior en el que ella es la protagonista indiscutible. Si hago algo mal, me reprende, y si hago algo bien, pues me aguanto, porque ella ya no está para besarme y estrecharme en sus brazos mientras me dice que se siente muy orgullosa de mí. Quizás pasea conmigo por el Retiro, y quizás, por eso mismo, me rehuyen los negros, porque la sienten, pueden ver su fantasma caminando a mi lado,  y eso les asusta. La echo mucho de menos, la extraño tanto... Me pregunto si la vida no será un cúmulo de fantasmas, una pila formada por la memoria de las personas más importantes que nos van dejando, y si hacerse viejo no se manifiesta mejor en el número de espectros que nos van acompañando que en el número de arrugas que nos van secando, poco a poco, el gesto. Se lo pregunto a ella, y su cara de fantasma, desdibujada por la imprecisión de su recuerdo, asiente mientras me dice: <<Sí, hacerse viejo significa acumular fantasmas>>.


jueves, 10 de febrero de 2011

Movimiento de traslación poética

Se me ha ocurrido que podría ser divertido hacer algo así como un movimiento de traslación poética: coger poemas consagrados y versionarlos a mi manera. Así, en lugar de trasladar el triángulo ABC, resultando el triángulo A'B'C', trasladamos el poema "Hace falta estar ciego", de Rafael Alberti, resultando el poema "Hace falta ser idiota", de un servidor. Veamos:



Hace falta estar ciego

Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva,
arena hirviendo,
para no ver la luz que salta en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua,
nuestra diaria palabra.

Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación de los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra.

Hace falta querer ya en vida ser pasado,
obstáculo sangriento,
cosa muerta,
seco olvido.


Y así es como queda después del movimiento de traslación poética:



Hace falta ser idiota

Hace falta ser idiota
tener como metidas en la cabeza cuchillas de afeitar
sulfuro
acido acetil salicílico caducado
para no ver la luz que salta de nuestro cuerpo
para iluminar por dentro nuestra conciencia
nuestro vivir cotidiano

Hace falta querer vivir sin oler la vida
sin sentir su vaho
pasar de largo por el cristal sin dejar
una sonrisa
un corazón
qué sé yo, un pene con alas

Hace falta querer ya en sábado ser lunes
asesor financiero
agente comercial
vicepresidente


miércoles, 9 de febrero de 2011

Busca y deja buscar

Yo lo sigo intentando, no cejo en el empeño, aún continúo buscándome a mi mismo. Que sí, que ya sé que no me voy a encontrar, que antes encontraría aquella medalla que me colgaba del cuello hasta que aquel verano la perdí en una playa de Cabo de Gata para formar parte del ecosistema del mar Mediterráneo, suponiendo que las corrientes o lo animales marinos no se la llevaran a otras masas acuáticas. Quién sabe, lo mismo reposa ahora en el fondo de la sima Challenger, allá en la fosa de las Marianas, según se sale de las Filipinas hacia la derecha, bajo una columna de agua de más de once mil metros de altura, junto a mis amores platónicos. Pero que encontrar esa medalla -o realizar esos amores platónicos- sea imposible, no significa que buscarla deje de ser una excusa pintiparada para conocer nuevas playas, nuevas gentes y nuevas voces: 

- Oiga, fulano -me diría una mengana de sonrisa morena y de cabellos sonrientes-, ¿usted qué ha venido a hacer a esta playa?

- He venido a buscar un medallón que perdí hace años en el mar -le contestaría yo con el gesto alegre y resignado.

- ¡Pero eso es como encontrar un átomo de helio determinado y concreto en el Sol!

- Si, tiene usted razón, mengana, nunca encontraré ese medallón, pero buscando ese pedacito de metal que engulló el mar hace tanto tiempo, la he encontrado a usted.

Y así, buscando medallones en el mar, átomos de helio en el sol y a nosotros mismos entre la multitud, es como los fulanos del mundo encuentran a las menganas, que es una forma más, otra de tantas, de decir que lo importante en esta vida no es el destino, sino el viaje que debemos hacer para intentar alcanzarlo.


jueves, 3 de febrero de 2011

El sexo es el camino, la verdad y la vida

La mayoría de la gente ve el sexo como un juego, como una recreación del cuerpo, un deporte apasionado. Y lo es, pero cuando se ama, el amor y sus acrobacias son como la fusión de dos metales, una ferruminatio que confunde dos substancias, tú y yo, en una sóla. Un calor tan intenso que funde en un sólo cuerpo lo que tú y yo somos, sin dejar la posibilidad de hacer una separación o hacer distinción entre sus compuestos. Dando placer, recibiéndolo también en cada instante, con cada roce, con cada beso, con cada libación de la lengua, intercambiando palabras que significan más por el gesto que acompañan que por el contenido que la convención de los hombres y de los años le han ido confiriendo. El sexo es búsqueda y entrega, confusión de las conciencias, ceguera. Los amantes se buscan como ciegos, con el cuerpo por delante, con los sentidos por vanguardia, oteando sus horizontes, queriendo conocer los límites que dan forma a la persona que se ama, como los acantilados y las playas dan forma a los continentes, a los mares y a los océanos. Así se buscan las personas en el amor erótico, como  cartógrafos del Nuevo Mundo, asombrados por lo que van descubriendo, extasiados por la belleza del cuerpo y de la voz de sus amantes, entre asustados por la enormidad de la empresa: darlo todo, recibirlo todo, y alentados por un deseo más fuerte que cualquier otra cosa conocida, más fuerte que aquello que habita y une las misteriosas partículas subatómicas. El sexo es la gran liturgia de la vida y los amantes son, a un tiempo, sacerdotes y feligreses, dogma, fe, doctrina y evangelio. El auténtico sexo es una religión, la que más seguidores congrega en todo el mundo, sin herejías, cismas ni sectarismos. El sexo es la verdadera comunión, la unión de todos los seres en aquello de lo que todos participamos. El sexo es el camino, la verdad y la vida.


domingo, 30 de enero de 2011

Cthulhu ha sido hallado muerto

Cthulhu ha muerto. Está tendido sobre el mar Mediterráneo, haciendo puente con su enorme cuerpo de Primigenio entre la isla de Mallorca y la localidad de Castellón de la Plana. Sus enormes pies se alzan con las uñas apuntando a las estrellas, quizá a su propio hogar, frente a la costa de la península ibérica. Su incomprensible cabeza de calamar toca, con su textura gelatinosa e indestructible, la costa mallorquina, muy cerca del pueblecito de Valldemossa. La caída de su ciclópeo cuerpo de dragón, congestionado por el poder de su raza, ha producido los mayores estragos jamás registrados por la humanidad. Toda la cuenca del Mediterráneo ha sido anegada por sus propias aguas. Los muertos se cuentan por cientos de miles, casi todos ahogados, aunque algunos han fallecido, o lo harán en las próximas horas, como consecuencia de las alergias e intoxicaciones producidas por el caldo más contaminado del planeta Tierra, después de las aguas del río Ganges. Otros puntos del planeta no se han librado de la desgracia, ya que el impacto de Cthulhu sobre el lecho marino ha sido el epicentro de numerosos temblores sísmicos. Como consecuencia de estos temblores, la Torre Eiffel se ha quedado mirando a Cuenca; a la Estatua de la Libertad se le ha caído el mechero ese que tiene en la mano derecha; el obelisco de Washington se ha quedado haciendo un ángulo respecto del suelo de cuarenta y cinco grados, apuntando hacia oriente, parece un pene estimulado y presto para la penetración, así, el gran pene de América encañona a China; el Atomium de Bruselas se ha desintegrado; el Burj Al Arab, el hotel más lujoso del mundo, se ha derrumbado por completo, formando un enorme montón de mármoles, metales y piedras preciosas que parece aquello el tesoro acumulado por miles de cuervos negros durante mil trescientos cuarenta y siete años; la catedral de Nuestra Señora de Tyn, en Praga, es una escombrera, el gran paraíso soñado por todas las cucarachas de la ciudad; en Madrid, las Torres Kio se han enderezado y desde Pisa informan que a su Campanile le ha sucedido lo mismo... en fin, un horror, un inconcebible horror.

Pero, ¿cómo ha podido suceder todo esto? Sólo yo, narrador omnisciente, conozco la verdad de los hechos. Cthulhu dormía en un lugar del Pacífico, yacía soñando a miles de metros por debajo del nivel del mar. Lo último que estaba soñando, justo antes de despertar, era que su mujer le regañaba a grito batiente. <<¡ftlnahn sñe'sent jpetlhn, gñe! -le gritaba con los tentáculos de la cabeza agitándose como si fuesen los cables sueltos de una embarcación en medio de una tormenta-, ¡ftlnahn sehtonh nhst R'lyeh! -continuaba diciendo con las garras apuntando, acusadoras, a Cthulhu-. ¡Sdhrh sh cljsh, tshodsh sh asdohsnh sahnd nhst R'lyeh!>>. Resumiendo, su mujer le acusaba de no hacer nada con las goteras de la casa, allí en R'lyeh. Se trataba de un sueño de reajuste, en respuesta a la humedad que durante tantos y tantos años le rodeaba bajo el océano. El caso es que soñar con su mujer le agobiaba, y soñar que su mujer, además, le regañaba, le angustiaba hasta el punto de despertarse. Cthulhu despertó, pues, de muy mal humor, y comenzó a incorporarse entre horrorosos ruidos guturales, como los del mecanismo de un reloj gigante empantanado en un fluido viscoso que trata de seguir funcionando. Se puso en pie en el Mediterráneo, ¿qué raro, verdad?, sin embargo, es un hecho que Cthulhu dormía bajo el Pacífico y se levantó en el Mediterráneo, y nadie, ni siquiera yo, narrador omnisciente, puede poner en duda la realidad, por incomprensible que sea, al fin y al cabo, nosotros, pobres seres humanos, no estamos en disposición de entender la geometría espacial que manejan los Primigenios.

Cthulhu, ya completamente erguido y estirado, lo primero que vio con su penetrante mirada, una mirada que todo lo abarca en cientos de kilómetros a la redonda, fue a Belén Esteban, recién levantada también, en su casa de Madrid. Lo que siguió después fue un largo proceso de degeneración mental hacia la locura más absoluta comprimido en apenas unos segundos. Al principio, Cthulhu pensó que aquella forma incomprensible que le producía una repugnancia similar a un intenso dolor físico se explicaba porque todavía no se había despertado por completo. El Primigenio se pellizcó la punta de uno de sus tentáculos, y el resultado de su acción le horrorizó todavía más: sólo había conseguido ver a Belén Esteban con más claridad aún . Esta repentina claridad fue como un fulgor que cegó por completo la capacidad de discernimiento del gran calamar cósmico. Su razón quedó arrasada, y entre los humeantes rescoldos sólo una cosa permaneció intacta: un sentimiento puro de miedo, de perfecto horror, un horror que únicamente puede nacer de lo que no se comprende en absoluto. ¿Qué era aquello que estaba contemplando? ¿qué extraños ángulos eran esos? ¿qué imposibles líneas? Ninguna geometría, humana o extraterrestre, podía explicar lo que estaba viendo. Para hacer soportable este horror, la mente del coloso creó la semilla de la locura, que germinó enseguida en su inconsciente, llegando, a través del rápido crecimiento de su tronco, a la parte consciente de su pensamiento y extendiéndose, como las ramas de un árbol, por todo su entendimiento. La totalidad de este proceso, que debería haber durado años, se produjo en un instante, en apenas unos pocos segundos. Si la mente de Cthulhu fuese una porción de mil toneladas, sólo un gramo sobrevivió a la infección de la locura. Fue ese gramo de cordura el que tomó la decisión y puso en marcha el mecanismo fisiológico por el que sus tentáculos acabarían estrangulando su propio cuello, hasta la asfixia, hasta la muerte, hasta la paz.

Y así es como Belén Esteban ha causado la muerte de cientos de miles de personas y la destrucción de cientos de monumentos y edificios emblemáticos. Cthulhu, de no haberla visto, se habría vuelto a dormir, plácidamente, a los fondos abisales, como ha sucedido tantas y tantas veces sin que nadie se halla dado cuenta, nunca.




sábado, 29 de enero de 2011

Bergman, el pata negra del cine

Si no te gusta Bergman, no te gusta el cine. En todo caso te gustará ver una sucesión de imágenes más o menos simpáticas que tratan de contarte cualquier cosa que se te olvidará en unos días, cuando no en unos minutos. Me refiero a Ingmar, no a Ingrid, que tampoco está nada mal, por cierto. Hoy he visto "Sonata de otoño", y como me ocurre siempre que veo una película de mi querido Ingmar, se me quedó el gusto por el cine como en cuarentena, como se te queda el paladar después de haber degustado jamón de bellota, sin ganas de jamón cocido ni de cine actual ni pretérito, y no es que el jamón cocido o el resto del cine estén mal, pero no es lo mismo, francamente. Ver "Sonata de otoño" es como hacer ejercicios gimnásticos, agota de pura intensidad, si yo creo que hasta he sudado al verla, en un fenómeno que podríamos llamar "síndrome dérmico de Bergman" y que podríamos definir como aquella transpiración que no guarda relación con la actividad muscular ni con la temperatura del ambiente. También sudan los ojos, un rato gordo, además, y es que hay que estar hecho como de metal extraterrestre para no conmoverse ante las sesiones de psicoanálisis que se prodigan la madre y la hija, sesiones dónde, sin diván ni nada, afloran amores que son odios, odios que son amores y otra suerte de fenómenos contradictorios, como de mecánica cuántica. No os vayáis a pensar que por ser una película x -es decir, una película tan buena que no existe la palabra adecuada para calificarla- es una película idónea para una primera cita amorosa -las otras películas x puede que tampoco-, pues corréis un muy serio riesgo de que el mozo o la moza que os dispongáis a impresionar, se levante del sofá exclamando:

- ¡Mira, vete a la mi-er-da! -acentuando bien la separación de las sílabas de la palabra mierda-. ¡Esto no se hace!

Como tampoco se hace el dejarse esta obra maestra sin degustar hasta el hueso -en una ocasión más oportuna, eso sí- como si de un buen jamón de pata negra se tratase.



domingo, 23 de enero de 2011

Memento mori, sí, pero hoy no

Ayer fuimos a ver "Memento mori" -en latín: recuerda que tendrás que morir-, al teatro Fernán Gómez, el teatro con las butacas más cómodas que conozco. Esta comodidad compensó la incomodidad que produce la obra, pues trata de algo que agita la conciencia: los niños soldados en África. Sin embargo, la conciencia de un blanquito del occidente civilizado -civilizado a su imagen y semejanza- es como el mercurio: enseguida tiende a quedarse como estaba, por mucho que lo agites. No penséis que yo o mi estimulante compañera sabática somos unos psicópatas incapaces de empatizar con nuestros semejantes. Durante la obra, nuestro mercurio reaccionó como si fueran aguas bravas, estallando con violencia en los rompeolas de nuestras conciencias, pero, al terminar, lo cierto es que no nos fuimos a concentrar esfuerzos e inteligencia para luchar contra la enorme injusticia y sinrazón que campan a sus anchas por todo el mundo, especialmente en el continente africano, qué va, nos fuimos directamente a cenar a un restaurante dónde María se pidió un sandwich, yo una hamburguesa y los dos unas quesadillas para entrar y una tarta de queso americana para salir. En la cena tampoco hubo llanto, rabia o desconsuelo, hubo, más bien, risa, regocijo y complicidad, y lo siguió habiendo cuando nos fuimos de copas por Chueca. Entonces, ¿es que la obra era mala? En absoluto, es un buen texto, bien interpretado además -aunque funciona mejor como drama familiar que como denuncia social-, pero las personas, sus mentes, tenemos mecanismos automáticos e inconscientes para evitarnos las incomodidades, para ponernos en la búsqueda de lo agradable y satisfactorio. Nos aferramos, sin darnos cuenta, al hecho de que los niños sobre los que apuntaba la obra no estaban sobre el escenario, que lo que había sobre él eran  unos actores bien alimentados y mejor cobijados en viviendas con agua corriente, electricidad y la nevera llena, que las butacas eran comodísimas, que estábamos rodeados de espectadores guapos, amables y bien vestidos, que, al salir, no era el ruido de las explosiones y los disparos lo que flotaba suspendido en el aire, sino el ruido de los contaminantes y caros automóviles occidentales, y los gritos y risas, la jarana de los jóvenes que salen los sábados por la noche a cualquier cosa menos a preocuparse por las heridas del mundo y sus laceraciones. Memento mori, sí, pero hoy no, hoy no.


sábado, 22 de enero de 2011

La firma de Michael Jackson

Mi firma contiene mi nombre, que es compuesto, y mis dos apellidos, cuatro palabras en total, y una rúbrica con cuatro o cinco tiznajos de tinta hacia el final de su trazo, como si fueran las chispas de una de esas bengalas que se usan en Navidad. La idea de estas chispas la copié de la supuesta firma de Michael Jackson, pues yo quería ser como él cuando tenía diez añitos. Al comienzo de la biografía de mi firma, en su infancia, el nombre y los apellidos eran perfectamente legibles, pues se extendían en una caligrafía normal de izquierda a derecha, sin embargo, con el tiempo, las cuatro palabras que la componen se fueron contrayendo, poco a poco, hasta concentrarse en un diminuto cuerpo parecido al de una araña pisada, reflejando, así, mi propio y paulatino ensimismamiento personal, y es que lo que hay fuera me aburre cada vez más, o, por lo menos, ya no me asombra como cuando era niño.

Un día tuve que hacer un trámite ante un notario y, al comparar la firma que acababa de grabar en un papel timbrado con la que figura en mi DNI, el funcionario público me dijo : "no se parecen en nada". Yo le habría explicado lo que os acabo de contar un poco más arriba, pero, en lugar de eso, le dije: "es que mi DNI es tan antiguo que yo ni siquiera había nacido". El notario entendió y me sugirió que intentase hacer la firma igual que aquel garabato primigenio pintado, como los bisontes de Altamira, en el documento de identidad . Entonces, mi mente urdió la siguiente idea: qué mal profesional es este notario. <<¡Esto es inaceptable! -me tendría que haber dicho con la voz indignada y la barbilla alzada apuntando a un lugar situado por encima de mí-. Las leyes no permiten hacerse el Documento Nacional de Identidad a las personas que aún no han nacido. Salga inmediatamente de mi despacho y no vuelva hasta que no me traiga un DNI consignado en una fecha posterior a la de su alumbramiento.>> Y es que los notarios ya no son lo que eran.


lunes, 17 de enero de 2011

Al fondo, en perspectiva, Bon Scott

Un zapping crepuscular me hizo ver un fragmento de Operación Triunfo este domingo. En el escenario, una chica de muy buen ver y, colijo, de mejor tocar, llamada Pilar Rubio -era morena-, decía, micrófono en mano, algo parecido a esto: "Dicen por ahí que en Operación Triunfo sólo suena salsa. Pues se equivocan, en Operación Triunfo también hay espacio para el rock y vamos a dar caña". Al oír la palabra caña en boca de una presentadora de OT, mi mente la asoció en seguida al tallo de las plantas gramíneas, nunca, en ningún momento, se me pasó por la cabeza que sobre ese escenario apareciese un digno émulo de Bon Scott, por decir sólo un rockero. Y, efectivamente, lo siguiente que se materializó en pantalla fue el tallo de una planta gramínea con minifalda intentando imitar a Janis Joplin, con su guitarra y todo. Pero lo peor estaba por llegar -o lo mejor, según se mire-. En medio de la actuación, cómo si se tratara de los títulos de crédito de una teleserie de sobremesa venezolana, apareció el rostro -primer plano en blanco y negro- de la que estaba aniquilando el legado de la buena de Janis en un montaje hecho en un momento anterior a la actuación, que se supone en directo. Sobre el breve montaje blanquinegro y sobre el intento de imitación de Janis Joplin -sí, sí, todo junto-, sonaba una voz en off que decía: "Mírame a los ojos, verás que las ingenieras también pueden ser rockeras" (¿?).  Aún no me había recuperado del ataque de risa cuando, sin solución de continuidad, apareció sobre el escenario un segundo tallo de planta gramínea cantando una canción de Whitesnake. La imitación se quedó en culebrilla de río. Por supuesto, a mitad de la interpretación se coló un montaje en blanco y negro con el interfecto, atención, rompiendo un espejo con una maza (¿?).

Recuperados mis músculos risorios de los espasmos de la carcajada, pensé que a lo mejor OT se había convertido en el nuevo órgano de difusión del movimiento surrealista y que, bien pensado, aquéllo era una genialidad digna de un Dalí, a la altura de la simbología y de la fuerza del huevo colgado de una concha por un hilo de "La  Madonna de Port Lligat"... ya estoy viendo la composición: en el interior del vientre hueco de Pilar Rubio, el tallo de una planta gramínea con casco de obrera -es ingeniera- atraviesa como un puñal el cuerpo de una guitarra acústica. Trocitos de espejo laceran los sobredimensionados pechos de Pilar -dualidad sexo y muerte-, mientras una culebra de río se enrosca en el mango de una enorme maza que ocupa toda la parte derecha del lienzo -simbolizando la represión sexual conservadora-. El cabello de Pilar es largo y negro, el vello de su pubis, rubio -simbolizando la confusión que produce el amor erótico-. Al fondo, en perspectiva, un Bon Scott empequeñecido por la distancia, se lleva las manos a la cabeza.


sábado, 15 de enero de 2011

Algunos gestos valen más que mil palabras

Hoy he ido a ver "Cinco horas con Mario" al teatro Reina Victoria. La función comenzó a las siete de la tarde -19:05, exactamente- y terminó a las ocho y cuarenta -20:44-, es decir, no son cinco horas, es una hora más cuarenta minutos. Pero no penséis que me he sentido estafado, muy al contrario, he salido muy satisfecho, y no sólo porque la obra sea  buena -es magnífica-, sino porque, además, he sido testigo de una de esas cosas minúsculas que suceden continuamente y a las que no solemos prestar atención. Frente a mí se han sentado dos mujeres que para el harem que secretamente fantaseo las quisiera yo, una rubia de pelo suavemente ondulado y veteado con algunos cabellos oscuros y una morena de aspecto sofisticado y rostro tan anguloso que se le podían medir a ojo los grados de separación entre el puente de la nariz y su base o el cuerpo de la mandíbula y su rama vertical. Ambas rondaban los treinta y tantos, muy cerca ya de los cuarenta, y, por lo que pude captar -pues no pude evitar escucharlas entre incómodo e intrigado-, recién habían salído de una relación amorosa cuya ruptura intentaban explicarse al modo en que lo hacen dos buenas amigas, es decir, dándose la razón mutuamente y quitándosela a ellos por completo. En ese momento pensé que se engañaban entre sí para no herirse los sentimientos, cumpliendo con escrúpulo y rectitud su papel de leales amigas. <<Seguramente -pensaba mi psicoanalista interior- la relación no ha funcionado por un cúmulo de frustraciones que la pareja no ha sabido resolver.>>  Sin embargo, estas dos atractivas mujeres me han regalado un gesto que ha sido como el fulgor de un relámpago en medio de la noche, una luz súbita que todo lo baña y permite ver lo que hasta entonces no eran más que sombras y formas incomprensibles: en un momento de la obra que estábamos viendo, Carmen Sotillo -protagonista y casi único personaje sobre el escenario- reprendiendo a su difunto marido, de cuerpo presente, recuerda unas palabras de su madre: "el mejor hombre debería estar atado". Y justo en ese instante, las dos mujeres que se sentaban delante de mí se miraron con un gesto severo y sombrío, un gesto de complicidad que aquí y en la China -y en cualquiera de sus provincias- quiere decir: "ya te digo". Mi psicoanalista interior, entonces, cerró la libreta, se guardo la pluma en el bolsillo de la chaqueta y, levantándose con aire resignado, me dijo: "ellas tienen razón".

PD. Cristina, Natalia Millán está maravillosa ;)




sábado, 8 de enero de 2011

Ser como Casanova es muy cansado

La vida supura ironías como una vieja herida que no termina de curarse. Unas son leves y pequeñas, como pestañas: casi nunca reparamos en ellas, salvo que adornen la mirada de una chica guapa, otras son grandes y notorias, como un negro albino de dos metros de altura -yo he visto uno, creedme, aquello no era una pestaña-. He vivido estos días una de aquellas pequeñas ironías, y me refiero a la ironía como la entendían los románticos alemanes, es decir, como la expresión de la unión de dos elementos antagónicos. Veréis a lo que me refiero. Los reyes magos me trajeron "Historia de mi vida", de Giacomo Casanova, el celebre veneciano diplomático, escritor, espía, presidiario, médico, violinista, fraile, masón y qué sé yo cuántas cosas más. La pequeña ironía consiste en el hecho de que la tradición cristiana dibuja a tres viajeros venidos de tierras lejanas para ofrecer tres regalos simbólicos a aquél que ordenaría su vida para amar a los demás más que a sí mismo, sacrificándolo todo en el empeño. Más de dos mil años después, estos tres viajeros han vuelto para regalarme la autobiografía de aquél que ordenó su vida para obtener todo posible placer, todo gozo, "Cultivar los placeres de mis sentidos fue toda mi vida mi principal tarea; nunca he tenido otra más importante", nos dice Casanova en el prefacio de su obra, ¿no es irónico?


No creáis que admiro a Casanova, le aprecio, es cierto, aprecio su honestidad al frente de su vida y aprecio su enorme talento como contador de historias, pero yo no querría ser como él, no porque yo prefiera, movido por una irresistible fuerza interior nacida de un compromiso ético sincero con la sociedad, ser una persona de intachable rectitud moral ante los ojos de los que me miran, sino porque es demasiado cansado estar continuamente maquinando el modo de obtener alguna diversión, algún estimulo para los sentidos, con todo el mundo tratando de impedir tu desarrollo epicureista y todos esos maridos empeñados en no dejarte disfrutar de sus mujeres, los muy egoístas. No, lo convencional es cómodo y confortable, una cinemática cuyas trayectorias son fáciles de seguir para mi dócil cuerpo. Sin embargo, tengo que reconocer que aquéllo de lo que mi cuerpo, por pereza, rehuye, mi mente le tiene cierta querencia, y es que es muy sugerente la idea de tener algo que ver con la muy casada -hasta hace poco- Scarlett Johansson. Y aquí es donde entra en escena la gran ironía, el gran negro albino que une dos elementos antagonistas entre sí: el sumiso carácter de mi cuerpo y la díscola naturaleza de mi mente.


sábado, 1 de enero de 2011

3MSC vs M

Hace unos días, unas mujeres con los fardos bien cargados de belleza y de razón y a las que aprecio de verdad, fueron al cine a ver "Tres metros sobre el cielo" -"3MSC", según la publicidad- una película española que adapta la novela del escritor italiano Federico Moccia del mismo título, o casi. La película cuenta la historia de amor entre dos jóvenes radicalmente distintos, ¿en qué sentido?, pues en el sentido de que ella vale mucho y él es imbécil perdido, pero muy guapo, eso sí, y ahí está el por qué de las inquietudes de Babi -que así se llama ella-, porque, no nos engañemos, si H -que así se llama él, supongo que por ser simple como el hidrógeno- fuese feo hasta la repulsión, sucio y maloliente, ni esta película ni la novela que adapta existirían. La película estimula, de este modo, la imaginación de las mujeres, porque a ellas les gusta mucho la idea de corregir al incorregible -guapo, por supuesto, al feo que lo corrija su madre- con la sola fuerza de sus encantos, del mismo modo que, dicen, pues yo de esto no tengo ni idea y sólo hablo por referencias, a ellos les estimula un rato largo la idea de yacer con dos bellas y desinhibidas mujeres a la vez, tres, según otras fuentes.

Lo de arriba puede sonar a crítica sarcástica, pero no lo es, de hecho, creo que la historia de H -Step en la novela- y Babi, con la eterna ciudad de Roma -Barcelona en la película- como caldo de cultivo, es muy honesta con el momento biológico que  viven, pues no se trata mas que de dos adolescentes sometidos a la dulce tiranía de la química orgánica, empeñada en perpetuar la especie, aunque esto suponga la unión entre una estimable muchacha y un imbécil consumado. Es la narración de algo que le sucede a los más jóvenes a todas horas y en todas partes, a aquellas personitas con el juicio a medio cocer que despiertan por primera vez a los sentidos más rudimentarios y sensuales. No sería lógico, por tanto, que los protagonistas de una historia así fuesen sesudos amantes de las artes, las letras y las ciencias, aunque tampoco habría estado de más que el sr. Hidrógeno fuese un poquito menos imbécil, la verdad.

"Tres metros sobre el cielo" -"3MSC"- es una cinta adecuada para captar el interés de alguien que quiera ver figurada en la pantalla la vida y las obras de la adolescencia y sus aledaños. Trasunto del mismo estilo -relaciones íntimas entre seres humanos, que al final es de lo que se trata- pero orientada a un público más talludito es "Manhattan", de Woody Allen, a la que nos referiremos como "M". En "M", el homólogo de H es Isaac Davis -interpretado por Allen-, y si hemos supuesto que a H se le ha llamado así por su simpleza, a Isaac podríamos llamarle, tranquilamente, NaOH, es decir, sosa cáustica. En "M", Isaac -NaOH- tiene una ex que le abandonó por una mujer y que escribe un libro dónde cuenta todas las mezquindades del que fuera su marido, además, tiene una relación con una adolescente veinticinco años menor con la que se siente a gusto, pero a la que no ama. En medio de esta sopa de vínculos perniciosos, viene a caer Mary -que interpreta Diane Keaton- la amante del mejor amigo de Isaac, de la que se enamorará perdidamente nuestro disfuncional protagonista. En "M", hasta la adolescencia está gangrenada por el escepticismo:
quizá las personas no fueron hechas para tener una sola relación profunda, tal vez deberíamos tener una serie de relaciones con eslabones distintos, lo otro ya está pasado de moda
Esta frase no la dice Isaac -sosa cáustica- Davis, ¡la dice su amante de diez y siete años de edad!

Las dos películas, a pesar de tratar de reflejar lo mismo -las relaciones amorosas-, son totalmente dispares, tanto en su calidad artística, inconmensurablemente mayor en "M", se mire por dónde se mire: fotografía, música, estructura narrativa, interpretaciones... como en la complejidad de la propuesta, y es que no es lo mismo  la ensoñación adolescente de "3MSC" que el cínico análisis de un cuarentón con mucha mala leche y no menos inteligencia de "M". La tesis se podría expresar así: Federico Moccia - y sus adaptadores en el cine- es el inmaduro Peter Pan y Woody Allen es el descreído capitán Garfio, y en esta peculiar versión del cuento del niño que rehúsa crecer, el lisiado, el manco, es Moccia, que siempre resulta vencido por el capitán, y no porque el italiano no sea animoso y no se afane en sus causas literarias, sino porque Federico Moccia tan sólo es eficaz y Woody Allen, en cambio, es un verdadero genio.