sábado, 15 de enero de 2011

Algunos gestos valen más que mil palabras

Hoy he ido a ver "Cinco horas con Mario" al teatro Reina Victoria. La función comenzó a las siete de la tarde -19:05, exactamente- y terminó a las ocho y cuarenta -20:44-, es decir, no son cinco horas, es una hora más cuarenta minutos. Pero no penséis que me he sentido estafado, muy al contrario, he salido muy satisfecho, y no sólo porque la obra sea  buena -es magnífica-, sino porque, además, he sido testigo de una de esas cosas minúsculas que suceden continuamente y a las que no solemos prestar atención. Frente a mí se han sentado dos mujeres que para el harem que secretamente fantaseo las quisiera yo, una rubia de pelo suavemente ondulado y veteado con algunos cabellos oscuros y una morena de aspecto sofisticado y rostro tan anguloso que se le podían medir a ojo los grados de separación entre el puente de la nariz y su base o el cuerpo de la mandíbula y su rama vertical. Ambas rondaban los treinta y tantos, muy cerca ya de los cuarenta, y, por lo que pude captar -pues no pude evitar escucharlas entre incómodo e intrigado-, recién habían salído de una relación amorosa cuya ruptura intentaban explicarse al modo en que lo hacen dos buenas amigas, es decir, dándose la razón mutuamente y quitándosela a ellos por completo. En ese momento pensé que se engañaban entre sí para no herirse los sentimientos, cumpliendo con escrúpulo y rectitud su papel de leales amigas. <<Seguramente -pensaba mi psicoanalista interior- la relación no ha funcionado por un cúmulo de frustraciones que la pareja no ha sabido resolver.>>  Sin embargo, estas dos atractivas mujeres me han regalado un gesto que ha sido como el fulgor de un relámpago en medio de la noche, una luz súbita que todo lo baña y permite ver lo que hasta entonces no eran más que sombras y formas incomprensibles: en un momento de la obra que estábamos viendo, Carmen Sotillo -protagonista y casi único personaje sobre el escenario- reprendiendo a su difunto marido, de cuerpo presente, recuerda unas palabras de su madre: "el mejor hombre debería estar atado". Y justo en ese instante, las dos mujeres que se sentaban delante de mí se miraron con un gesto severo y sombrío, un gesto de complicidad que aquí y en la China -y en cualquiera de sus provincias- quiere decir: "ya te digo". Mi psicoanalista interior, entonces, cerró la libreta, se guardo la pluma en el bolsillo de la chaqueta y, levantándose con aire resignado, me dijo: "ellas tienen razón".

PD. Cristina, Natalia Millán está maravillosa ;)




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