jueves, 10 de marzo de 2011

La belleza de lo imposible

El amor platónico es de las pocas cosas que no me han decepcionado en la vida. En ocasiones me ha decepcionado la amistad, el amor correspondido, la universidad, el trabajo... muchas cosas, unas pequeñas como hormigas, otras enormes como la ballena Moby Dick, pero todas ellas, fueran grandes o pequeñas, las enfrenté confiado y animoso, hasta con fe, diría yo, como los niños -las larvas de homo sapiens sapiens-, cuando descubren un nuevo juego. Luego resulta que todo tiene dobleces, arrugas, rotos y descosidos. Algunos de estos tejidos, los más valiosos, te sorprenden con un pinchazo cuando ya te están cubriendo el cuerpo, porque resulta que, para lograr un aspecto impecable en el expositor, la prenda estaba plegada sobre sí misma y sujeta con alfileres, como las camisas, y uno, con la inocencia de las larvas de nuestra especie, se la calza sobre el torso como si tal cosa, sin pensar en nada más: esa camisa me gusta y me la pongo. Y ya.

Pero el amor platónico, ¡ay, el amor platónico!, eso si que es perfecto, como una esfera perfecta que no deja de ser una esfera perfecta ni ampliándola un millón de veces con un microscopio, sin mostrar en la ampliación ni un sólo ángulo, ni un sólo bultito, ni una sóla línea recta, toda su superficie está maravillosamente curvada. Jamás la superficie de una esfera perfecta te conducirá a ningún lugar concreto, y te tendrá dando vueltas y vueltas y más vueltas en torno a su centro. Así es el amor platónico. Conoces a alguien que te gusta por un conjunto muy concreto y específico de cualidades que, sueltas, no te dirían gran cosa: te gusta su voz, la altura de su sonido, su textura, su timbre, con ella no habla, con ella interpreta música; te gusta su cara, con esa nariz tan bien puesta y proporcionada, tan funcional, con esos ojos encerrados en unos párpados cuyos bordes están tan bien perfilados que parecen una herida quirúrgica y son tan negros que parecen la superficie laqueada de un piano, una cara así no está hecha por la naturaleza, es un boceto extraviado del taller de un dios; te gusta su pelo, de finísimas hebras que nunca te cansarías de contar, una y otra vez: ciento cuarenta y siete mil cuatrocientos veintitrés, ciento cuarenta y siete mil cuatrocientos veinticuatro... ¡qué adorable contabilidad!; te gustan las cosas que dice, hablando de Fulano o de Zutano, de no sé qué película o de no sé qué libro, te gusta hasta cuando habla de fútbol, con lo que me aburre a mí el fútbol... en fin, unas cuantas cosas que, sueltas, ya digo, no te llamarían la atención, pero te gusta, y mucho, lo que entra dentro de ti a través de los sentidos para acumularse en un montón que no puedes dejar de observar mientras le das vueltas y vueltas y más vueltas. 

En eso consiste la mecánica del amor platónico: en tenerte en perpetuo movimiento mental sobre una única idea: Ella. Pero no ella, individuo concreto, con nombre y apellidos, domicilio, número de DNI y de Seguridad Social, no, qué va, se trata de la idea de Ella, un idea nacida de las tres o cuatro cosas que conoces -su voz, su cara, su pelo, las cosas que dice- y que has ido esculpiendo y tallando para adornarla con cualidades que, posiblemente, la ella-verdadera no tiene. Y aquí es dónde reside la clave de todo este asunto: te has enamorado de un artefacto de tu imaginación y, cuando intentas conquistar a la ella-verdadera, resulta que no te quiere, ni como amigo te quiere, pero es que no te quiere ni como amigo del Facebook, que en la jerarquía de la intimidad es la cosa más baja que existe. Y por esto mismo, los enamorados platónicos no deberían estar tristes, porque nada hay más bello y perfecto que el amor que sienten por esa escultura cincelada por sus mentes. Jamás les decepcionará, puesto que nunca tendrán la oportunidad de comparar su creación ideal con el objeto real en el que se inspiró, y siempre vivirá perfecta en el abismo de sus conciencias, intocable, pura, inmaculada e inmune al desencanto de la ilusión derrotada por la realidad.

martes, 1 de marzo de 2011

Distopia sexual

¿Qué ocurriría si el sexo en lugar de ser placentero fuese un roce doloroso, una explosión de disgusto, una luxación genital, algo así como un parto absurdamente prematuro? Ya no nos buscaríamos, uno a uno y los unos a los otros, para crecer y multiplicarnos, para perpetuarnos. Como especie no podríamos permitirnos algo así, pues nos extinguiríamos, y no es que la extinción propia, que es la muerte, vaya a concentrar a toda la humanidad en un sólo movimiento colectivo para evitarlo, es que la muerte de todos los demás supondría el fin de las comodidades, el ocaso del confort, y hasta ahí podíamos llegar, eso si que no, pero es que de ninguna de las maneras, ¿quién tejería mis ropas? ¿quién criaría el ganado, quién lo sacrificaría, quién lo trocearía y quién lo pondría en el mercado a tiro de dinero? ¿y quién construiría el alcantarillado y la red eléctrica? ¿quién haría mi casa, mi automóvil, mis trastos de afeitar? ¿quién extraería los materiales primarios y quién los procesaría? ¿quién, quién, quién? No sé cómo ni de qué manera, pero estoy seguro de que se formarían estructuras colectivas convenientemente jerarquizadas para forzar el encuentro entre dos individuos, entre un macho y una hembra, para fecundar un óvulo, por doloroso que fuese para los elegidos. Sería como la liturgia de un sacrificio a Moloch, el dios fenicio: los jóvenes escogidos, en edad núbil, ofrecerían su dolor al dios-humanidad, a cambio, el dios-humanidad no detendría la producción del confort.

domingo, 20 de febrero de 2011

Así da gusto huir

Dice la Biblia que a Jacob se le hizo tarde mientras huía de la venganza de su hermano Esaú, en dirección a Jarán, para refugiarse en casa de su tío y futuro suegro, Labán, y que, cogiendo una piedra a modo de almohada, se puso a dormir para pasar la noche. Nada parecía favorecer la llegada de un dulce y reparador sueño, ya que dormir al raso con la cabeza apoyada en una dura piedra, el cuerpo extendido en el frío y áspero suelo y la mente agobiada por la mortal amenaza de un hermano que te detesta, no parece el mejor de los somníferos. Sin embargo, Jacob tuvo un sueño la mar de reconfortante. Soñó Jacob con una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con su extremo en los cielos. Por esta escala subían y bajaban los ángeles, como suben y bajan los operarios de mantenimiento de las cloacas. En la parte más alta de esta escala, se encontraba el pocero jefe, Yavé, que le dijo al soñador algo parecido a esto: "Mira, Jacob, querido, tú no te preocupes, que si eso ya te doy yo la tierra sobre la que estás durmiendo para que te puedas asentar, crecer y multiplicarte hacia los cuatro puntos cardinales."

Este viernes me sucedió algo parecido a lo que vivió Jacob en su huida hacia Jarán. Yo también me encontraba huyendo de un hermano que me odia: una sesión de hemodiálisis de doscientos diez minutos de duración que terminó a las nueve de la noche. Mi querido hermano, como de costumbre, me dejó hecho mistos, con el cuerpo agotado y la mente dispersa, sin más apetencia que dejarme caer sobre un buen sofá y dejar pasar el resto de la noche para, ya recuperado, continuar de nuevo a la mañana siguiente con mi huida hacia delante, es decir, con mi vida. Sin embargo, ya había quedado hace unos días en ver una obra de teatro que se iba a representar, precisamente, una hora después de finalizada la venganza de mi simpático hermano en un local del madrileño barrio de Lavapiés llamado "La escalera de Jacob". Nada parecía favorecer, por tanto, la llegada de una buena noche, pero, por mi experiencia, ya sabía yo que una buena compañía puede hacer que valga la pena lo que, de otro modo, sería una velada de las que no te apetece recordar pasado un tiempo, y la compañía -dos ángeles de pelo negro y blanca sonrisa y dos demonios sabios en las artes de la juerga y el cachondeo-, era inmejorable.

Asi fue que, como en un sueño, me encontré en "La escalera de Jacob", elevándome desde las cloacas del abatimiento hacia el cielo de la diversión y el compañerismo, viendo una obra graciosísima, "Mendigando amor", junto a cuatro seres que me volvieron a recordar que no importa lo inhumanas y tenaces que sean las venganzas de las que huimos, ni lo dura que sea la piedra sobre la que se apoya nuestra cabeza o lo frío y áspero que sea el suelo donde descansa nuestro agotado cuerpo, pues siempre se acaba soñando con escaleras que llevan al cielo cuando, en medio de la huida, te encuentras con gente alegre y luminosa.

jueves, 17 de febrero de 2011

La película más violenta que existe

¿"La matanza de Texas"? ¿"La naranja mecánica"? ¿"Ichi the Killer"? ¿"Reservoir dogs"? ¿"Holocausto canibal"? Eso no son películas violentas. Si las comparamos con "Secretos de un matrimonio", de ingmar Bergman, son los "Teletubbies". Qué digo los "Teletubbies", son los "Teletubbies" que ven los teletubbies cuando fichan después de rodar cada capítulo y llegan a sus absurdas casas de colores para encender la tvtubbie y se sientan a la mesa para cenar su asquerosa tubbipapilla rosada con tubbitostadas.

Pongámonos en situación: somos dos matrimonios pasando la noche en casa de una de las dos parejas. La cosa empieza bien, la cena es deliciosa y la conversación agradable. Sin embargo, uno de los dos matrimonios está en plena crisis, o mejor dicho, en pleno crack, lo que acaba manifestándose de un modo tal que aquello parece una corrida de toros. Así, el primer tercio, el de varas, comienza con pequeñas puyitas que se confunden con bromas mordaces, algunas tienen hasta gracia y todo, otras, en cambio, son hirientes tanto para los consortes en reseción como para el respetable -el otro matrimonio-. Casi sin darnos cuenta, entre copa y copa, llegamos a los postres, donde se abre el segundo tercio, el de banderillas. Aquí los cónyuges se adornan colocando unas palabras-arpón que avivan sus respectivos ingenios para la ofensa hasta el límite de su creatividad y mala leche. El matrimonio anfitrión, que es la autoridad de los festejos, trata de interrumpir la lidia conduciendo a los matadores al salón para tomar el café. Lejos de conseguir calmar el ímpetu torero de los esposos, los anfitriones cambian, sin querer, al tercer tercio, el de matar. Allí, en la arena del salón, frente a una mesita desbordada por un juego de café y unas copas de licor, marido y mujer muestran su maestría con la muleta, y entre naturales: <<August Strindberg dijo una vez -cita el marido mientras mira con aire indiferente la copa que sostiene con la mano izquierda-: "no creo que pueda haber algo más horrible que un marido y una esposa que se odien entre sí">>, y derechazos: <<Escúchame bien, Peter -le dice la esposa a su marido con la voz cargada de odio-, estoy tan harta de ti, me das tanto asco, quiero decir físicamente, que sería capaz de pagar a cualquier hombre sólo por librarme de tu contacto>>, el matrimonio es anulado y espera, con las patas delanteras bien cuadradas, la estocada que seccione su aorta... ¡y esto sólo son los primeros veinte minutos de una película que dura ciento sesenta y ocho!

Nada hay más violento en el universo material que la explosión de una estrella, y nada más violento en el universo de las emociones que la explosión de un matrimonio. Si, además, escenificamos la detonación con una liturgia similar a la del espectáculo más violento que se puede ver en el mundo civilizado, obtenemos la película más violenta que existe: "Secretos de un matrimonio".


miércoles, 16 de febrero de 2011

Saló o cómo sacrificarse en el altar del cine

"Saló o los 120 días de Sodoma" es una película irritante, insultante, degradante, avergonzante, abracadabrante, fulminante, maleante, mareante, nigromante, tunante, agraviante, alarmante, asfixiante, cargante, cortante, espeluznante, delirante, extravagante, desafiante, escalofriante, horripilante, exorbitante, flagrante, repugnante, indignante, infamante, inquietante y lacerante. Todo eso es cierto, pero también es cierto que se trata de una película brillante, denunciante, beligerante, fascinante, impresionante, tajante y, sobre todas las cosas, "Saló o los 120 días de Sodoma" es una película, repito: una película, simple y llanamente, nada más -y nada menos, vaya-, tan sólo una película. Un artificio elaborado por seres humanos -como tú y como yo- para contar historias, unas veces sin mayores pretensiones que las de matar el tiempo, un tiempo que los espectadores no siempre saben dónde meter ni qué hacer con él, y otras veces para desarrollar una preocupación intelectual, una inquietud del alma, que sirva para apartarnos ese objeto de salientes cortantes e irregulares que, como la china dentro de un zapato, oprime nuestra conciencia hasta la molestia, incluso hasta el dolor, ese objeto incierto, ese no sé qué que qué sé yo que alimenta a algunos artistas y los mantiene vigorosos, creativos, estimulados y estimulantes.

Muchas palabras se pueden decir acerca de una película y de sus creadores, muchas, algunas pueden resultar halagadoras y suaves, puro deleite para la vanidad de sus perpetradores, otras, en cambio, pueden ser desdeñosas y ásperas, un duro castigo dirigido contra el prestigio artístico del cineasta. Pues bien, Pier Paolo Pasolini, el artista italiano que en 1975 estrenó "Saló o los 120 días de Sodoma", fue objeto de amenazas y presiones de toda índole a consecuencia de esta película, hasta que el día 2 de noviembre de 1975 murió asesinado en misteriosas circunstancias. Para esto no hay palabras.


sábado, 12 de febrero de 2011

La "justicia" de los cerdos

Cuando era adolescente, hacíamos prácticas de biología en el laboratorio del instituto de bachillerato en el que yo estudiaba. Recuerdo que una de las prácticas consistía en diseccionar las vísceras de un cerdo, especialmente su corazón y sus pulmones, mientras la profesora nos iba explicando en qué consistía aquello que veíamos, cortábamos y separábamos con el bisturí. Aprendí mucho, es cierto, pero, sobre todo, gracias a esas maniobras quirúrgicas, supe que los tejidos orgánicos y su manipulación no eran lo mío. No es que me diera asco la viscosidad del músculo cardíaco o la gelatinosa textura de los pulmones, tampoco me afectaron los ruidos húmedos y pegajosos que producían aquellos restos con el roce de su propia fricción. Lo que me terminó de decidir fue el olor de la sangre, penetrante y dulzón, como de perfume barato, pero mucho más desagradable, un olor que nuestro sistema reconoce como algo dañino, algo de lo que hay que mantenerse alejado. Percibir las manos pegajosas por el plasma y hediondas por la sangre de cerdo resultó ser una de las peores experiencias que mis sentidos recuerdan haber vivido.

Años después, muchos años después, leyendo una famosa revista, me topé con esta imagen:



Es Aisha Bibi, una chica afgana que huyó de la casa de su marido, un maltratador de mierda, para volver con su familia. Los talibanes, los cerdos, llegaron un día a la casa familiar reclamando "justicia". La "justicia" de los cerdos exigía el siguiente procedimiento: mientras el cuñado de Aisha la mantenía bien agarrada, su marido le cortaría la nariz y las orejas.

No sé muy bien como escribir esto, la quemazón que me nace en la boca del estómago y se extiende por el resto de mi cuerpo al ver la fotografía de la joven Aisha, pero deseo con todo mi ser no encontrarme con ningún talibán por mi camino, que no me lo encuentre a tiro de zarpa, porque la sola idea de volver a sentir mis manos manchadas por la hedionda sangre de otro cerdo me revuelve las tripas.

viernes, 11 de febrero de 2011

Hacerse viejo significa acumular fantasmas

Tengo más años de los que me atrevo a confesar, es decir, treinta y seis, y todavía no he escrito un libro, ni he tenido un hijo, ni siquiera he plantado un árbol. Cuando yo muera, moriré por completo, sin dejar una estela tras de mí en forma de novela o ensayo, de cría de homo sapiens sapiens o de roble, aunque un sauce llorón sería más apropiado, ¿por qué?, porque sí, porque hoy me apetece hacer algo que la bellísima Mónica Adriana -la Sophia Loren colombiana- me enseñó a odiar hace más de diez años: hoy me apetece autocompadecerme, darme mucha lástima a mí mismo. Mañana, cuando vuelva a la senda que me enseñó Mónica Loren, me odiaré por lo que estoy haciendo ahora, pero es que, ¡ay!, hoy no es mañana,  hoy me doy mucha pena, qué queréis que os diga.

Hace cuatro meses me dejó mi novia, o yo la dejé a ella. Bueno, no sé quién dejó a quién, pero el caso es que ya no andamos pegados, ni de pie ni tumbados, nada. Después de casi nueve años juntos, o algo parecido, su ausencia se nota mucho, no es como cuando sales de casa y se te han olvidado las llaves, de una ausencia así sólo te enteras cuando, al volver, las necesitas para abrir la puerta. Para nada, esta ausencia es distinta, es más bien como si me faltara un pulmón, siento el pecho vacío y todo me cuesta el doble: subir escaleras, leer un libro, echarme unas risas o echarme una siesta, clickar el ratón, esperar el autobús, rascarme el cogote, comprar el pan -el panadero ya no sabe si darme el pan o darme el pésame, de tanto que me ve suspirar-. Pasear por el Retiro no es lo mismo sin ella, me noto que ando más deprisa y disfruto menos de lo que me rodea, si yo creo que hasta los mercaderes negros de hachís me rehuyen, no les vaya a contagiar la melancolía. En fin, ya digo, todo me cuesta el doble, vaya. ¿Todo? No, todo no. Lloro con una facilidad pasmosa, gimoteo con las películas tristes como si fuese una chiquilla, ver "Los puentes de Madison" es un sinvivir. <<¿Pero qué haces, loca? -le grito a Meryl Streep-, ¿no te das cuenta de que estás dejando marchar al hombre de tu vida?>>. Y venga llorar, ahí, sin kleenex ni nada, a lo bravo, como sólo lloran los muy hombres cuando ven "Los puentes de Madison".

De salud, mal, gracias, y de dinero, bien, pero no porque tenga mucho, sino porque necesito poco, triste consuelo. Vamos, que me doy mucha pena, qué queréis, ¡ay!, qué pena me doy. El otro día me sorprendí jugando sólo al ajedrez, pero no jugando yo sólo contra la computadora, ¡no!, yo sólo, frente a un tablero de madera Staunton de 45x45 centímetros, que me regaló mi ex, y unas piezas Staunton nº 5, también regaladas por mi ex. Ahí estaba yo, dándome jaques con las piezas obsequiadas por ella, uno detrás de otro, venga jaques, y nada, no pude ganarme ni jugando sólo. O puede que no estuviese jugando sólo, puede que Rebeca jugara conmigo -Rebeca, qué bien suena esa palabra-, pero no ella exactamente -ella no sabía jugar-, su fantasma -su fantasma tiene un buen repertorio de aperturas, por cierto-. Ahora que lo pienso, el fantasma de Rebeca también va conmigo al cine y al teatro, y charlamos cuando estoy sólo, en un diálogo interior en el que ella es la protagonista indiscutible. Si hago algo mal, me reprende, y si hago algo bien, pues me aguanto, porque ella ya no está para besarme y estrecharme en sus brazos mientras me dice que se siente muy orgullosa de mí. Quizás pasea conmigo por el Retiro, y quizás, por eso mismo, me rehuyen los negros, porque la sienten, pueden ver su fantasma caminando a mi lado,  y eso les asusta. La echo mucho de menos, la extraño tanto... Me pregunto si la vida no será un cúmulo de fantasmas, una pila formada por la memoria de las personas más importantes que nos van dejando, y si hacerse viejo no se manifiesta mejor en el número de espectros que nos van acompañando que en el número de arrugas que nos van secando, poco a poco, el gesto. Se lo pregunto a ella, y su cara de fantasma, desdibujada por la imprecisión de su recuerdo, asiente mientras me dice: <<Sí, hacerse viejo significa acumular fantasmas>>.