
Este viernes me sucedió algo parecido a lo que vivió Jacob en su huida hacia Jarán. Yo también me encontraba huyendo de un hermano que me odia: una sesión de hemodiálisis de doscientos diez minutos de duración que terminó a las nueve de la noche. Mi querido hermano, como de costumbre, me dejó hecho mistos, con el cuerpo agotado y la mente dispersa, sin más apetencia que dejarme caer sobre un buen sofá y dejar pasar el resto de la noche para, ya recuperado, continuar de nuevo a la mañana siguiente con mi huida hacia delante, es decir, con mi vida. Sin embargo, ya había quedado hace unos días en ver una obra de teatro que se iba a representar, precisamente, una hora después de finalizada la venganza de mi simpático hermano en un local del madrileño barrio de Lavapiés llamado "La escalera de Jacob". Nada parecía favorecer, por tanto, la llegada de una buena noche, pero, por mi experiencia, ya sabía yo que una buena compañía puede hacer que valga la pena lo que, de otro modo, sería una velada de las que no te apetece recordar pasado un tiempo, y la compañía -dos ángeles de pelo negro y blanca sonrisa y dos demonios sabios en las artes de la juerga y el cachondeo-, era inmejorable.
Asi fue que, como en un sueño, me encontré en "La escalera de Jacob", elevándome desde las cloacas del abatimiento hacia el cielo de la diversión y el compañerismo, viendo una obra graciosísima, "Mendigando amor", junto a cuatro seres que me volvieron a recordar que no importa lo inhumanas y tenaces que sean las venganzas de las que huimos, ni lo dura que sea la piedra sobre la que se apoya nuestra cabeza o lo frío y áspero que sea el suelo donde descansa nuestro agotado cuerpo, pues siempre se acaba soñando con escaleras que llevan al cielo cuando, en medio de la huida, te encuentras con gente alegre y luminosa.

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