sábado, 12 de febrero de 2011

La "justicia" de los cerdos

Cuando era adolescente, hacíamos prácticas de biología en el laboratorio del instituto de bachillerato en el que yo estudiaba. Recuerdo que una de las prácticas consistía en diseccionar las vísceras de un cerdo, especialmente su corazón y sus pulmones, mientras la profesora nos iba explicando en qué consistía aquello que veíamos, cortábamos y separábamos con el bisturí. Aprendí mucho, es cierto, pero, sobre todo, gracias a esas maniobras quirúrgicas, supe que los tejidos orgánicos y su manipulación no eran lo mío. No es que me diera asco la viscosidad del músculo cardíaco o la gelatinosa textura de los pulmones, tampoco me afectaron los ruidos húmedos y pegajosos que producían aquellos restos con el roce de su propia fricción. Lo que me terminó de decidir fue el olor de la sangre, penetrante y dulzón, como de perfume barato, pero mucho más desagradable, un olor que nuestro sistema reconoce como algo dañino, algo de lo que hay que mantenerse alejado. Percibir las manos pegajosas por el plasma y hediondas por la sangre de cerdo resultó ser una de las peores experiencias que mis sentidos recuerdan haber vivido.

Años después, muchos años después, leyendo una famosa revista, me topé con esta imagen:



Es Aisha Bibi, una chica afgana que huyó de la casa de su marido, un maltratador de mierda, para volver con su familia. Los talibanes, los cerdos, llegaron un día a la casa familiar reclamando "justicia". La "justicia" de los cerdos exigía el siguiente procedimiento: mientras el cuñado de Aisha la mantenía bien agarrada, su marido le cortaría la nariz y las orejas.

No sé muy bien como escribir esto, la quemazón que me nace en la boca del estómago y se extiende por el resto de mi cuerpo al ver la fotografía de la joven Aisha, pero deseo con todo mi ser no encontrarme con ningún talibán por mi camino, que no me lo encuentre a tiro de zarpa, porque la sola idea de volver a sentir mis manos manchadas por la hedionda sangre de otro cerdo me revuelve las tripas.

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