miércoles, 15 de diciembre de 2010

"La montaña mágica" - Efectos secundarios

Thomas Mann
A mi edad provecta pensaba ya que una novela no podría conmocionarme. En mi cráneo siempre ha habitado, desde que yo recuerdo, un ente muy persistente y machacón empeñado en hacerme leer, a mí, que no le he hecho nada a nadie, todo género de libros, volúmenes, infolios, manuales y hasta un vademécum de propiedad compartida entre dos buenos doctores que me enseñó, entre otras cosas, que el Lexatín está contraindicado en pacientes con miastenia gravis e hipersensibilidad a las benzodiazepinas. De este modo, mis órganos principales, los más importantes después del cerebro, el corazón, los pulmones y demás vísceras y enseres que adornan mi persona, aquéllos que sólo yo conozco y percibo y que me hacen sentir vivo como un hombre y no como una planta o un cristal, se han estimulado hasta la secreta segregación de las substancias que todo lo pueden sobre la mente, haciéndome posible, al igual que a Vargas Llosa, viajar junto a Nemo en su visionario submarino movido por motores Krupp, luchar junto a los tres mosqueteros y el nuevo chico de provincias por la reina de Francia, o arrastrarme con Marius sobre mi espalda por las cloacas de la ciudad de París que en 1830 se empeñaba en ser burguesa por tercera vez en cuarenta años. Pero también he sufrido algunos libros, hasta la repugnancia, incluso la vergüenza ajena, hasta el punto de no dejarme ver con ellos en público por miedo a que alguien pudiera pensar en la existencia de algún tipo de afinidad entre estos libros y yo. Así, mis órganos principales, aquéllos que sólo yo conozco y me siento, a punto estuvieron de claudicar ante la imposibilidad de digerir  la furiosa vesania de Patrik Bateman.... pero estos libros prefiero no recordarlos.

Primera edición de "La montaña mágica" (1924)
Yo era, pues, un lector que estaba de vuelta, o creía estarlo, mejor dicho, hasta que la machacona entidad que habita al abrigo de mi duramadre me arrastró con maquinaciones y notable perversidad a hacerme con una edición de "La montaña mágica", de Thomas Mann. Finalizado el libro, me asaltó la misma sensación de certeza que tuve al conocer a la chica más guapa que existe, una morenaza de nombre bíblico, voz sureña y uniforme azul que pasó por mi vida como pasa el vapor de una tetera por la cara: te quema la piel y el vapor, en su ascenso hacia los cielos, ni se entera de que tú estabas ahí, embelesado.  Así es este libro, un libro que ha quemado mis más intimos e importantes órganos con el calor de su prosa y las radiaciones que emite de puro genio y maestría, dejándolos insensibles a otros autores y otras obras. Sólo espero que este efecto secundario dure poco.


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